A partir de 1939, cuando Adolfo Hitler invadió a Polonia y desató la Segunda Guerra Mundial, el líder nazi describió su cruzada como una “guerra total”. Había lógica en su propósito y en su actitud: para el líder totalitario, la destrucción del enemigo tiene que ser total. No importa que sea sucia, de lodo personal contra el adversario.
Si uno limita esa
estrategia y voluntad de poder al caso de la guerra – la guerra del
totalitarismo contra la democracia y la libertad ---, su actitud y programa tenían
cierta lógica. Se trata de la
guerra total, del exterminio, contra el enemigo democrático y liberal. Pero trasladar esa mentalidad
totalitaria a una campaña política
en una democracia acusa demencia moral, porque entonces la campaña política no
es una contienda cívica entre ideas, personas y partidos, sino guerra total de
exterminio del adversario, para lo cual hay que apoderarse de todas las
instituciones del estado y la sociedad.
En ese diseño
totalitario de guerra total, las instituciones que bajo la Constitución y la
ley deben servir a todo el pueblo --- el Departamento de Justicia, la
Secretaría de la Gobernación, la Oficina del FEI, la Oficina de Ética
Gubernamental--- se convierten en Comités del PNP para perseguir a la oposición
política, dirigidos desde Fortaleza, como si se tratara de ganar a como dé
lugar, porque se trata del juicio final de la historia.
Ese es el retrato de
Hitler, de Mussolini, de Stalin y de Francisco Franco. Para desgracia de Puerto Rico, ese es
el retrato de Luis Fortuño, un roedor político, un paquetero que se cree más
jaiba, más listo y más tunante que
ningún otro político histórico o actual.
La guerra total de
Fortuño no es solo contra el Partido Popular. Es contra el País, es contra la decencia elemental que
supone el valor de la verdad, el respeto a los hechos, el decoro en la lidia
cívica contra los adversarios y, a fin de cuentas, el respeto a sí mismo y a la
posición que ocupa, que es patrimonio del pueblo, que por ello resulta mucho
más decente que su gobernante.
En realidad de verdad,
las mentiras de Luis Fortuño no tienen sino un solo fin: encubrir y justificar la profunda y
extensa corrupción que representa su gobierno.
Vergüenza debe darle,
pero no la tiene. Porque se cree
más listo, más jaiba, más astuto que el pueblo que lo observa espantado.